viernes, 14 de noviembre de 2008

ACARICIANDO EL CIELO (dia 1)

Con 3482 metros de altura, el Mulhacén es la montaña más alta de la península Ibérica. Su nombre viene de Muley Hacén, castellanización del nombre de Mulay Hasan, penúltimo rey de Granada en el siglo XV, del que se dice fue enterrado en esta montaña. La semana pasada me embarqué con dos amigos en una de las mejores aventuras de mi vida: la subida al techo peninsular desde los pueblos blancos de las Alpujarras. Uno de ellos, amigo mio de toda la vida, era el grandioso Chuki. Otro, mi colega de intercambio de inglés, Jeff, californiano y vecino del cantante de Green Day!

Día 1. Desde la Central eléctrica de Poqueira (1500m) al Refugio de Poqueira (2500).

El día amaneció perfecto, sin ninguna nube en el cielo. Las predicciones acertaron, y después del fuerte temporal que tapó la Sierra con su impresionante manto blanco, era un problema menos en el que pensar. Por diferentes razones comenzamos a andar a las 11 de la mañana, con el coche aparcado muy cerca del encantador pueblo de Capileira. Nuestras espaldas tendrían que soportar más de 25kg de las pesadas mochilas, con las que tendríamos que salvar un desnivel de 1000 metros!
El primer tramo se hizo duro, pues la pendiente era brutal. Pero poco a poco la pendiente se suavizó, siempre caminando al lado del río, por el que cruzaríamos varias veces por pequeños puentes de piedra que nos transportaban por momentos a épocas medievales. No nos faltó tiempo para probar sus aguas: cristalinas y frías, el agua nos supo a mil maravillas; una explosión de frescor y pureza en nuestras bocas. Todo era perfecto: las vacas pastando en los prados, grandes barrancos, un río caudaloso, rodeados de montañas, y al fondo un gran peñón nevado por el que tendríamos que atravesar.


Después de un buen rato caminando, la nieve comenzó a hacer acto de presencia. La pendiente se endureció. Y al salir de los grandes cañones por los que avanzábamos, nuestra vista se cegó de grandes picachos cubiertos de nieve. Nos miramos los tres y sonreímos sin decir nada. Las vistas eran preciosas, y todos sabíamos que nuestra ruta no había hecho más que comenzar.

Frente a nosotros se alzaba una gran pared vertical blanca, y el mapa indicaba que detrás de ella estaba el refugio. No habíamos avanzado mucho -verticalmente hablando- así que rápidamente nos dimos cuenta de que el tramo restante era el de mayor dureza (y la estampa ante nuestros ojos no decía lo contrario). Lentamente avanzábamos en silencio, con el único telón de fondo de nuestros pasos hundiéndose en la nieve, los jadeos del gran esfuerzo que estábamos realizando, y un pequeño zumbido del aire que nos recordaba constantemente que estábamos echando un pulso a la montaña: ¡tened cuidado en cada paso!

Por desgracia, había algunos tramos en los que la nieve estaba demasiado blanda (nieve polvo, poco compactada y derretida por la pegada del sol), y el cuerpo se hundía en ella hasta las rodillas. Salir de ahí implicaba un gran esfuerzo: tanto que era necesario estar cinco segundos apoyado sobre los bastones recuperando aliento y viendo como tus compañeros avanzaban cada uno a su ritmo. Pero no todo eran desgracias. Cada vez que parábamos a recuperar líquidos y comer mandarinas, nuestro trabajo se veía recompensado. Allí estábamos, con tediosas mochilas a nuestras espaldas, sentados en la nieve comiendo, con el sol abrazando nuestro cuerpo y rodeados de grandes picos blancos. El gran espejo en el que nos encontrábamos, en medio de la nada, como pequeñas hormigas en un campo de fútbol, hacía que el baño en crema solar fuese constante.
La pendiente era muy dura, y cada vez que salvábamos un escalón se abría frente a nosotros una nueva pared vertical que debíamos superar. Es como cuando subes un largo tramo de escaleras y, al llegar arriba, giras tu cabeza al lado y ves un nuevo y peor tramo por el que debes subir para llegar a tu destino. Los tres nos mirábamos, y la única respuesta -unánime, por cierto- era un gran resoplido y un alto y claro ¡vamos!

Después de 2 horas de senderos y 3 horas de ascenso vertical por paredes de hielo y nieve, allí estaba. En el último escalón, cuando todos pensábamos "¿qué habrá detrás? ¿otra pared? ¡no por dios!"... vimos el refugio! La sensación fue de alivio, y la imagen no dejaba de ser espectacular: todo blanco, con altos picos alrededor, grandes lomas, barrancos, subidas y bajadas... pero allí, en medio, una casita de piedra. Al verla me imaginé que aquello era un juego de la diosa montaña. Parecía que un ser superior puso una casa ahí, sin ningún sentido, en medio de la nada. Me recordó cuando de pequeño, jugando con los playmobil, yo era quién decidía la vida de mis personajes. Colocaba el fuerte encima de una estantería alta, y a mis criaturas las dejaba caer en el suelo: "¡anda! a ver si eres capaz de llegar arriba". Lo malo es que hoy me tocaba a mí ser el playmobil.

Llegamos a las escaleras de entrada del refugio y, aunque nuestros planes eran seguir adelante en busca de otro refugio, decidimos quedarnos allí a pasar la noche, pues el sol se estaba escondiendo y estábamos muy cansados. En la puerta, sentados tomando el sol, dos franceses nos ofrecieron una taza de café caliente al ver nuestras caras de cansancio. ¡Se agradece! Es el espíritu del montañero.
Hablamos con el guarda, reservamos una habitación, y nos fuimos a descansar. Todo el refugio era para nosotros. El relax que allí se respiraba se multiplicaba por diez cada vez que mirábamos al exterior. Las vistas de nuestra habitación: impresionantes; el atardecer en la montaña: escalofriante; el cielo despejado y las estrellas acariciadas por la luna: impactante; el calentito de la chimenea y un buen cola-cao para reponer fuerzas: reconfortante; el ambiente y el trato recibido por la montaña y el refugio: acogedor; y saber que mañana sería el doble más duro que hoy: apasionante e intrigrante.



"¡Buenas noches!", dijimos a las diez de la noche. Pero no fue así. Chuki me despertó sobre las doce de la noche para asomarnos al balcón. El frío que hacía despareció al ver lo que teníamos delante de nuestros ojos: una luna radiante iluminando el manto blanco de nieve; un montón de preciosas estrellas que brillaban como en mi vida las había visto; una silueta negra del picacho que teníamos en frente; y una paz y tranquilidad que te hacía desconectar del mundo. Sólo nosotros... y la montaña. El silencio. Ahora sí, "hasta mañana", y cada uno a su saco.


PD: podeis ver las fotos en www.andaresgratis.tk (Mulhacen)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

maemia!!!

q bonito todo!!! además de la belleza que tiene,con tus palabras haces que se duplique...en cuanto tenga tiempo, y fuerzas te acompaño a una escapada de esas...lo que no sé es si podré aguantar tanto rato andando y con 25 kilos en la espalda...jajjaja

por cierto, las fotos, flipantes...

saludos y besos blogueros.

Gato en Caldera dijo...

Hey gracias por tus palabras! A ver si termino de escribir los dos días restantes y me pongo a filosofear un rato por estos blogs...q ya tengo ganas de echarte un pulsito con comentarios q no siempre son tan profundos, pero siempre son ciertos y te hacen pensar.

Besissss